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Ir al espacio sin salir de la Tierra

Publicado por msolarte el 05 de May de 2009 - 04:01 PM

Por considerarlo de interés para nuestros lectores, replicamos la noticia titulada Ir al espacio sin salir de la Tierra, escrito por Santiago La Rotta y publicado el 2 de mayo en la versión impresa del periódico El Espectador.


Adriana Ocampo 1

Dicen que cada átomo de nuestros cuerpos fue alguna vez parte de una estrella. Y que cada vez que miramos al cielo en realidad no vemos hacia afuera, sino hacia nuestra propia casa, que cada viaje que el hombre realiza al espacio es una vuelta al hogar de donde todos vinimos, el lugar insondable de negro vacío en donde la nada se hizo vida.

Tal vez por eso desde niña Adriana Ocampo se sentaba horas a observar el cielo, a escrutar con detenimiento el titilante horizonte que cada noche aparecía puntualmente entre las nubes, más allá de donde cualquiera hubiera llegado. Y miraba una vez y al otro día volvía a mirar. Nunca se cansó de hacerlo, porque quizá cuanto más lo hiciera más cerca estaría de ese lugar en donde poco importaban la política y los afanes de los hombres que nada tienen que ver con el tiempo remoto del cosmos.

Pasaron los años y de la Barranquilla de su infancia pasó al Los Ángeles de su adolescencia, el lugar en donde su destino cambiaría para siempre, pues las estrellas dejarían de ser un sueño lejano para alguien que vive en un país donde la urgencia nacional no es la ciencia sino la guerra, para ser entonces una opción de vida, parte fundamental de una carrera en la cual la curiosidad es la mayor credencial.

Tenía 15 años cuando un buen día un grupo de científicos de la Nasa se apareció por su escuela preguntando quién quería servir de voluntario en uno de sus laboratorios. Sin pensarlo, casi como un acto reflejo, levantó la mano; ella y un puñado más. El espacio tocó la puerta y ella abrió.

Los jueves por la tarde, los sábados, los recesos académicos, todos los días, ¿dónde está Adriana?: “En la Nasa”, le respondían sus padres a quien preguntara por ella, que se había perdido entre los grandes científicos, los hombres que vivían en otro planeta. En el Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL, en inglés) se planeaban las misiones que explorarían otros planetas, más allá de las posibilidades del hombre y de las ambiciones del programa Apollo impulsado por el presidente Kennedy, el sueño en que embarcó a toda una nación. Allí, apadrinada por algunas de las mentes más prodigiosas del mundo, que donaban su tiempo libre para guiar a los jóvenes voluntarios, desarrollaba proyectos reales para problemas reales, la ciencia espacial aplicada a la Tierra.

Un día eran globos para analizar el clima, otro era una estación meteorológica en tierra, la semana siguiente fue una instalación de energía solar para que alguna remota isla en el Pacífico pudiera contar con el milagro de la luz eléctrica en donde no llegaba cable alguno. Así fue como, poquito a poco y muy lentamente, según reza la canción, Adriana Ocampo se fue involucrando con el mundo del espacio exterior, con el universo aparte que es la Nasa. “El grupo de voluntarios era un semillero de talento para las próximas generaciones de la Agencia. Para mí era como estar en Disneylandia. Imagine cómo fue para mí ver al hombre posarse en la luna en 1969”.

Cuando terminó la escuela ya lo tenía claro: su vida estaba fuera del alcance de la gravedad. Los años de voluntariado se pagaron, aún más, el día en que le pidieron que continuara trabajando en la Nasa como ayudante técnica, el cargo más bajo en la jerarquía de la Agencia. Nada importaba, ese apenas era el principio.

Paralelo a su trabajo en la Nasa, Ocampo comenzó a tomar cursos de ingeniería aeroespacial. Sus días se dividían entre los tableros y los parciales de la universidad y su trabajo como ayudante en la misión Vikingo, la primera en llevar hasta Marte un vehículo controlado desde la Tierra, la primera exploración de un planeta por completo desconocido. Esa sería la empresa espacial que cambiaría para siempre su carrera.

Un día estaba al frente de las pantallas del JPL observando casi en vivo datos y más datos que venían de varios miles y miles de kilómetros más allá de la Tierra; ella era una de las primeras personas en explorar, a distancia, el planeta que había desvelado a científicos y escritores de ciencia ficción desde mucho tiempo atrás. En el centro de control, además de todo el equipo responsable de la misión, estaba el mítico astrónomo Carl Sagan, alguien recordado casi como un mito, una especie de leyenda de la ciencia, principal motor de la serie de televisión Cosmos. “Ese día, mientras observaba toda la información que llegaba del Vikingo, sentí la necesidad de entender qué era todo eso y desde ahí comencé por interesarme en una disciplina que apenas estaba surgiendo llamada Geología Planetaria”.

Después de los arduos años de estudio, Ocampo estaría involucrada en el primer mapeo de las lunas de Marte así como en el lanzamiento de las sondas exploradoras Galileo y Voyager, los vehículos con los que el hombre ha explorado en la profundidad de la distancia los demás planetas del sistema solar. Fueron los años dorados de la exploración espacial, en palabras de la científica.

Pero el desastre sobrevino y las empresas espaciales serían detenidas por un tiempo. El 28 de enero de 1986, poco más de un minuto después de su lanzamiento, el transbordador Challenger voló en pedazos y con él las esperanzas de muchos científicos y astronautas, que con el pasar de los años habían visto cómo el espacio era cada vez más un tema prioritario en la agenda de los Estados Unidos. De los astronautas a bordo del Challenger no quedó nada, sino el recuerdo del estallido, el negro día marcado en el calendario indeleble de las tragedias.

Mientras las operaciones retomaban su ritmo, Ocampo se dedicó al procesamiento de imágenes satelitales y percepción remota, un conocimiento que sería fundamental para lograr uno de sus más grandes hallazgos: el descubrimiento del Chicxulub, el cráter de impacto en la península de Yucatán en donde cayó el asteroide que se presume acabó con la mitad de la vida en el planeta y que, de paso, se llevó consigo a los dinosaurios a las páginas de la extinción. “El estudio del cráter nos permite averiguar que pasó en el pasado para poder aplicarlo al futuro, es como hojear un libro con 65 millones de años de antigüedad”.

Ya con un nombre y una carrera detrás, y una de las mayores experiencias espaciales sin haber dejado jamás la Tierra, Ocampo fue invitada a trabajar en la Agencia Espacial Europea. Después de un par de años, en 2005, regresó a las oficinas de la Nasa como ejecutiva de Nuevas Fronteras, uno de los programas de exploración más ambiciosos de la Agencia, dentro del cual se enmarcan dos misiones: la primera, Nuevos Horizontes, busca llegar en 2016 por primera vez a Plutón. La segunda, Juno, espera arribar a Júpiter cinco años después de su lanzamiento, que está programado para 2011. Ambos son proyectos en los que cada billetes de los billones de dólares que se invierten en ellos, está ahí para satisfacer la curiosidad de un grupo de científicos, para saber un poco más del universo, un poco más de nosotros mismos.

Ocampo piensa antes de responder. “¿Mi mayor aventura espacial?”, repite con el acento que le legó su mamá argentina, quien se casó con un oficial de la armada colombiana, y que criaron juntos a una niña nacida en Barranquilla que llegaría a ser una de las mayores científicas del mundo. “Cada misión de exploración espacial es una aventura. Imagine lo que fue ver por primera vez la superficie de Marte o descubrir que en una de las lunas de Júpiter están los tres elementos que hacen posible la vida: una fuente de energía, agua líquida y material orgánico”.

Como si de nuevo fuera pequeña y estuviera en Barranquilla contando estrellas, añade con tono emocionado: “Las empresas espaciales las hemos tomado como algo que ocurre todos los días, como una tareas más, pero no es así. En cada lanzamiento se hacen cosas extraordinarias, cosas que jamás hemos hecho en la Tierra. Lo que más me gusta de mi trabajo es entender algo que no entendía, la posibilidad de acercarme a esos puntitos de luz en el cielo que me fascinaban cuando aún era una niña”.

Las misiones que no fueron


El Mars Observer era una nave no tripulada, con la misión de documentar las características geofísicas de Marte, así como aportar más datos acerca del clima de este planeta. Fue lanzada el 25 de septiembre de 1992.

Sin embargo, tres días antes de que entrara en la órbita de Marte, todas las comunicaciones con ella se perdieron. A ciencia cierta nunca se supo si logró entrar a la órbita del planeta o si siguió a la deriva en el espacio. “La pérdida del Observer fue un golpe muy duro. Uno trabaja tanto en un proyecto, que la nave empieza a adquirir personalidad. Cuando las comunicaciones no pudieron ser restablecidas, todos sentimos como si se hubiera ido un ser querido”, afirma Adriana Ocampo, quien estuvo involucrada en el proyecto.


 

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